He ido al país de los morlacos impulsado por un vivo deseo de conocer ese pueblo
tan singular. No hay aldea morlaca donde no se pueda contar un buen número de
vampiros y existen lugares donde hay al menos un vampiro por familia, como en
cada familia de los valles alpinos el infaltable "santo" o "idiota". Pero en
el caso del morlaco vampiro, no se da la complicación de una enfermedad degradante,
que altere el principio fundamental de la razón. El vampiro es consciente y
conocedor de todo lo horrendo de su situación, le disgusta y la detesta. Busca
de combatir su propensión de todas las maneras, recurre a los remedios propuestos
por la medicina, a lass plegarias religiosas, a la autoextirpación de un músculo,
a veces a la amputación de las piernas: en ciertos casos se decide hasta al
suicidio. Exige que después de su muerte, los hijos le perforen el corazón
con una cuña y le claven al ataúd para hacer reposar en el sueño de la muerte
su cadáver y libertarlo del instinto criminal. El vampiro es de ordinario un
hombre bondadoso, a menudo ejemplo y guía en su tribu, a veces ejercita oficialmente
la función de juez; a veces es poeta.
A través de la profunda tristeza que le viene de la percepción de su estado,
a través del recuerdo y el presentimiento de su siniestra vida nocturna, se
adivina un alma tierna, generosa, hospitalaria, que no pide más que amar. Ocurre
que el sol tramonte, que la noche estampe una suerte de sello plúmbeo sobre
los párpados del pobre vampiro, para que él comience de nuevo a escarbar con
las uñas la fosa de un muerto o perturbe a la nodriza que vela junto a la cuna
del recién nacido. Porque el vampiro no puede ser otra cosa que vampiro y los
esfuerzos de la ciencia y los ritos eclesiásticos nada pueden contra su mal.
La muerte no le cura, hasta en el ataúd conserva algún síntoma de vida, y pues
su conciencia se mece en la ilusión de que su crimen es involuntario, no debe
sorprender el hecho de habérselos encontrado a menudo frescos y sonrientes en
el catafalco. El sueño del desventurado nunca estuvo desprovisto de pesadillas.
En la mayor parte de los casos, esta aberración se limita al intuito mental
del infeliz que la experimenta. Cuando se realiza plenamente, ello se debe atribuir
al concurso de otros factores, como las pesadillas y el sonambulismo. Entramos
entonces en el campo de la ciencia médica, que hasta ahora no ha tenido en cuenta
dos hechos importantes, que me parecen incontestables. El primero es que la
percepción de un acto extraordinario no familiar a nuestra naturaleza se convierte
fácilmente en sueño, el segundo, que la percepción repetida con frecuencia,
y siempre en el mismo sueño, se convierte fácilmente en una acción proporcionada,
realmente cumplida, sobre todo cuando se manifiesta en un ser débil e impresionable.
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