Arthur C. Clarke

« La única manera de encontrar los límites de lo posible, es ir más allá de lo imposible. »

Cuestión de Etiqueta de Robert Bloch

LA CASA era antigua, como las demás del bloque. La puerta de la verja chirrió cuando la empujé. Fue el único sonido que oí. Mis zapatos habían dejado de chirriar ya hacía mucho tiempo. Ir anotando el censo cansa rápidamente los zapatos.

Subí los peldaños del porche. Estaba harto de subir los peldaños de los porches. Toqué el timbre. Estaba harto de tocar timbres. Oí unos pies en el interior. Estaba harto de oír pies en el interior.

Bien, me comporté como siempre.

«Ya está aquí—pensé sin embargo—. Otra nariz.»

Resulta particularmente cansado ir contando narices.

Todo el mundo sabe lo que es. Andar todo el día. Tocar timbres. Llevar una pesada cartera bajo el brazo. Repetir las mismas estúpidas preguntas una y otra vez. Y cuando acabas, no has vendido ni un aspirador. No has vendido ni un cepillo, o un par de cordones de zapatos. Lo único que has conseguido han sido narices de cuatro centavos, anotando el censo. No hay posibilidades de ascenso. Tío Sam no te llama a su despacho particular, te regale un cigarro y te dice:

—¡Eh, tú! Me han dicho que estás realizando una magnífica labor, yendo de caso en casa. Desde ahora en adelante, te sentarás a este despacho. Ya no contarás más narices.

No, lo único que se logra con el asunto del censo es contar más narices al día siguiente. Narices de cuatro centavos. Grandes y pequeñas, ganchudas, torcidas, rectas, rojizas, blancas, veteadas... hasta que uno acaba por enfermar de alergia nasal. Piensas que si la puerta vuelve a abrirse y ves otra nariz la cerrarás de golpe y te alejaras rápidamente... o golpearás aquella nariz.

Y allí estaba yo, esperando que se asomase aquella nueva nariz. La puerta se abrió.

Apareció un pico muy afilado, la vanguardia de una cara indescriptible, y el cuerpo de una ama de casa corriente. La nariz husmeó el aire y pareció planear con incertidumbre en la protectora sombra de la puerta.

—¿Bien. . . ?

—Vengo en nombre del Gobierno de Estados Unidos, señora. Por el censo.

—¿El empadronamiento, eh?

—Sí. ¿Podría entrar y formularle unas cuantas preguntas?

El mismo diálogo de cada cuarto de hora. Sólo un cambio de personalidades a cada uno.

—Pase.

Un vestíbulo oscuro que daba a un saloncito oscuro. Una lámpara pareció destellar cuando dejé mi cartera sobre la mesa y saqué el formulario

La mujer me contemplaba. Su cara sólida carecía de expresión. Una cara de ama de casa. Solía contemplar a los vendedores de enciclopedias y a los cobradores con un ojo en el fogón de la cocina.

Bien, treinta y cinco preguntas que formular. Rutina. Llené la casilla de «Varón» o «Hembra», y la de «Profesión», y puse la dirección. Luego pregunté:

—¿Nombre?

—Lisa Lorini.

—¿Casada o soltera?

—Soltera.

—¿Edad?

—Cuatrocientos siete.

—¿Edad?

—Cuatrocientos siete.

—Oh..., ¿cómo?

—Cuatrocientos siete.

De acuerdo, había trabajado todo el día, y acababa de tropezarme con una bruja a medias. Contemplé su inexpresivo rostro. Bueno, de prisa, que era tarde.

—¿Ocupación?

—Bruja.

—¿Qué?

—He dicho que soy una bruja.

Por cuatro centavos no estaba nada bien. Fingí escribir la respuesta y pasé a la pregunta siguiente.

—¿Pare quién trabaja?

—Para mí. Y. naturalmente, para mi «amo».

—¿Amo?

—Satán Merkatrig. El Diablo.

Ni por diez centavos podía aguantarse tanta chaladura Lisa Lorini, soltera, cuatrocientos siete años, bruja y trabajando para el Diablo. ¡Oh, no, no valía ni quince centavos!

—Gracias Nada más. Me marcho ya.

La vieja no se sintió interesada. Doblé la hoja, la metí en la cartera, agarré el sombrero, di media vuelta y me encaminé a la puerta.

La puerta había desaparecido.

Si, no era broma. La puerta había desaparecido.

Estaba allí un instante antes, una puerta corriente, de madera. En el salón había un sillón a un lado y una mesita en el otro.

Fui en otra dirección. Tal vez allí... No había puerta. No había ninguna puerta en la habitación.

Andar bajo el sol todo el día no le sienta bien a nadie. Enfurecerse ante las narices es el primer síntoma. Después, uno empieza a oír voces que contestan las preguntas de manera idiota.

Y después, uno ya no encuentra las puertas. Bien. Me volví hacia la vieja.

—Señora..., ¿seria tan amable de mostrarme la salida? Tengo que...

—No hay salida.

Gracioso. No me había dada cuenta de la «calidad» de su voz. Era muy aguda y grave a la vez. Y no mostraba señales de cansancio físico. Y sentí algo más... ¿Era... diversión?

—Pero...

—Me gustaría que me hiciera un rato de compañía. Ha sido una suerte que viniera usted.

¿Que viniera? ¡ Maldita bruja ! ¡ Pero no era una bruja! No hay brujas.

«No hay puertas.»

—Tomará una taza de té conmigo.

—Muy amable, pero...

—Ya está a punto. Siéntese, joven. Voy a sacar el té del fuego.

No había vista la chimenea a mis espaldas. No había visto la llama. Pero el fuego ardía, y había una tetera sobre el brasero. La vieja se agachó y una sombra recayó sobre la pared.

Era una sombra enorme, negra. Enorme y negra, así dicen los niños asustados. La sombra enorme y negra de una mujer que parecía arrastrarse por la pared.

Miré a Lisa Lorini. Seguía pareciendo una ama de casa. Cabello negro, partido en el centro. Una figura esbelta, no encorvada por los años.

Cuatrocientos siete años...

Una buena idea para bromear. Ahora su rostro: nariz prominente, boca apretada, ojos ligeramente almendrados. Pero sus facciones eran ordinarias. Completamente ordinarias, salvo el truco de que la luz del fuego les prestaba una expresión lobuna. Una cara roja que sonreía al inclinarse sobre la tetera.

No, era una loca. Una loca, como las pobres criaturas que solían quemar en las hogueras medievales. Todas estaban locas. Millones de ellas. Todas locas. No eran brujas. Claro que no. Los brujos son un mito. No hay brujos. Pero...

Pero yo estaba asustado.

Ella me sonrió. Una zarpa... una mano, quiero decir, sostenía la taza. El humo ascendía en espirales de un líquido pardusco. Té. Un brebaje de brujas. Bébelo y...

¡Bébelo y ya está! Esto era una majadería. Busqué otra vez la puerta, pero el cuarto estaba muy oscuro. El fuego crepitaba. Era un fuego muy rojo. No podía ver con claridad. Además, hacía mucho calor. Bebe el té y lárgate.

La vieja también sostenía una taza. No había dejado caer nada dentro. ¿Qué se supone que dejan caer las brujas? Hierbas. Y todo aquello que recitan las brujas de Macbeth. ¡En aquella época creían en esas patrañas, lunáticos!

Apuré el té. Tal vez así me dejaría salir. O quizá ella se bebería el té y me dejaría salir. Me animé un poco.

—No tengo muchas visitas.

Sus palabras me llegaron lentamente. Al otro lado de la mesa sentí cómo sus ojos me escrutaban. Me limité a sonreír.

—Antes sí. Pero el negocio ha decaído mucho.

—¿El negocio?

—La brujería. La hechicería. Ya no se estila. Muy pocas personas creen en ella. Ya no acuden en busca de filtros morosos ni nada así. Hace años que no he hecho ningún muñeco.

—¿Muñeco?

—Sí, de cera, con aspecto de un hombre. Luego se le pinchan alfileres en el corazón, y esto provoca la muerte de un enemigo. Hace años que no he matado a nadie. El negocio está arruinado.

Seguro, seguro. ¿Matar hay a alguien? ¿No? De acuerdo, cerremos la oficina y a otra cosa. El negocio está arruinado.

Una mujer fatigada de su profesión. Una vieja sin ocupación. Cesante.

Pero mi mano tembló y casi dejé caer la taza.

—Todos mis hermosos encantamientos y... ¡Pero no bebe su té!

El hombre condenado y su magnífica cena. ¡Cómete el cereal, te sentará bien!

«¡Bébase su té!»

Lo mismo. Mi cerebro me ordenó bebérmelo. Bebérmelo para demostrar que yo no estaba loco; que no estaba loco y que no había brujas y que nada ocurriría. Mis manos se negaban a efectuar la maniobra. Me costó indecible trabajo acercar la taza a mis labios. La vieja me contempló mientras sorbía el té.

El brebaje era muy amargo, acre, pero caliente. Un brebaje desconocido, pero no era Ooloog. Me lo tragué con facilidad, a pesar de su gusto amargo

—Me sorprende, joven, que demuestre tan poco interés por mi trabajo No es fácil tropezarse con una bruja.

«Tenía que decírmelo a mi. Precisamente, a mí.»

—Me gustaría hablar de ello—respondí—, pero otra vez será. Lo cierto es que me quedan aún muchos nombres en la lista y he de irme. Gracias por el té.

Volví a buscar la puerta. El fuego parecía trazar dibujos rojos en la habitación..., pero allí solamente. Mi cabeza también estaba inflamada. Llameaba y bailaba. El té estaba caliente, y ahora el calor se hallaba dentro de mi cabeza. Las sombras se mezclaban con los dibujos rojizos del cuarto, pareciendo invadir mi cerebro. Oscuras sombras del oscuro brebaje del té. Sombras rojas y temblorosas en mi cabeza, ante mis ojos, privándome la vista de la puerta. No podía verla. Tenía la ilusión de que si me concentraba la hallaría. Estaba allí, en alguna parte de la estancia, en algún lugar de aquellas sombras y aquellos rojos resplandores Tenía que estar allí. Pero no podía verla.

A la vieja sí la veía con claridad. Sus facciones indescriptibles poseían ahora más fuerza. La sonrisa irónica parecía contener una antigua sabiduría. No necesitaba arrugas. Aquella sonrisa era más vieja de lo que toda una vida podía grabar en su rostro. Era tan vieja como la sonrisa de una calavera.

Sí, podía verla, aunque no podía ver la puerta por culpa de las luces y las sombras.

—Debo irme—musité.

Mi voz sonó muy lejana. Sólo los ojos de la vieja estaban muy cerca. Sus ojos, conteniendo la luz rojiza y las negras sombras.

Me incorporé.

Probé de sostenerme de pie.

Una vez bebí nueve copas de vodka en una taberna, me levanté para irme a casa y me encontré en el suelo.

Ahora había bebido sólo una taza de té y al levantarme...

Me levanté

Floté. Mis pies no tocaban el suelo. Descansaban en el aire, un aire sólido, compuesto de luces rojas y sombras negras. Mis miembros temblaban por algo más fuerte que el vodka. Unos diminutos alfileres se clavaban en mi cuerpo. Me balanceé en el aire.

—Yo...

—No se vaya todavía—su voz no parecía haber notado mi postura. Pero sí su sonrisa. Bien, lo había comprendido—. No se vaya aún—repitió Lisa Lorini—. Tengo tan pocos invitados... Y usted vendrá conmigo esta noche.

—¿Ir con usted?

—Si... salgo.

—¿A una fiesta?

Con su labio superior retorcido, debía darse cuenta del sitio donde yo me hallaba suspendido. Su sonrisa se ensanchó.

—Sí, así puede llamarse. Lo necesito a usted por cuestión ~de etiqueta

¡La etiqueta de una bruja! ¡Belcebú y Emily Post! Yo estaba rematadamente loco. Flotaba en el aire y hablando de etiqueta.

—Yo tengo que obedecer ciertos reglamentos —continuó explicándome Lisa Lorini—. Lo mismo que ustedes, al acudir a una cena, no pueden ser trece. Pues bien, al acudir yo a una saturnal tenemos que ser trece. Una reunión complete. De lo contrario, a «él» no le gustaría.

—¿Él?

—Satán Merkatrig—volvió a sonreír. Aquella sonrisa comenzaba a angustiarme, como preparándome para... como un convicto atado a un poste, esperando el próximo latigazo.

—Y usted esta noche tiene que acompañarme a la saturnal—añadió Lisa Lorini.

—¿Una saturnal de brujas?

—Exactamente. En la montaña. Tenemos que viajar bastante, de modo que prepárese.

—No iré.

Sí, un chiquillo de tres años negándose a irse a la coma cuando se lo mandan sus padres. Sabía que mi negativa no iba a servirme de nada, flotando en el aire Lo supe cuando la miré a los ojos. Pero no subrayó su idea con ninguna carcajada.

Yo aprendía de prisa. Una hora atrás era un loco. Ahora, aquella sonrisa me oprimía el corazón. Brujería, magia negra, antiguos temores en una habitación negra y rojiza. Todo era real; tan real como los miles que habían muerto en medio de las llamas para expiar su maldad, en una Edad en que los hombres eran bastante sabios como para temer a la blasfemia del hombre ante las leyes de Dios y la Naturaleza.

—Usted irá. Maggit le preparará.

Apareció Maggit. No había puerta, por lo que no sé cómo entró. Ni sé exactamente como era Maggit. Maggit era pequeña y velluda, como una comadreja con manos humanas, muy diminuta, y una cara. No era una cara humana, aunque Maggit tenia ojos, orejas, boca y nariz. Pero la maldad de su cara trascendía a humanidad, la maldad, que se asomaba desde detrás de una diminuta capucha de pelo de animal, y sonreía con una sabiduría que no poseen ni los hombres ni los animales.

Maggit sé arrastró por el suelo y pregunto con una voz aflautada que me asombró más que todo lo demás:

—¿Ama Lisa?

Maggit era..., ¿cómo se dice?..., la familiar de la bruja. El animalito que el Diablo le entrega a una bruja, cuando se firma en la Biblia Negra de Satanás el pacto. La pequeña malvada, el espíritu familiar, servidor de Satanás.

Claro que estas cosas no existen, salvo en las leyes y los escritos de todas las naciones civilizadas de hace miles de años. Tales cosas no pueden existir.

Por lo tanto, era una imaginación mía que aquella cosa se arrastrase hasta el cuerpo flotante, que era el mío, incapaz de mover una solo mano contra aquella otra, velluda, que me estremecía la carne hasta los huesos. Fue una alucinación que sus diminutas zarpas empezasen a frotarse el pecho y la garganta con un ungüento amarillo que Lisa Lorini le dio de un tarro que había sobre la mesa. Era una leyenda aquella risita y aquel restregón del ungüento sobre mis piernas y brazos. Era una pesadilla aquella cosa encaramada en mi hombro, parloteándome al oído, y destilando en el mismo una increíble vileza mientras se contorneaba con voluptuosidad.

—El ungüento para el vuelo —la voz de Lisa Lorini me llegó a través de una candente ola que me hizo temblar—. Ahora, vámonos.

Apenas noté su desnudez. El cabello negro, flotante, la cubría como una capa.

O una mortaja. Una mortaja que vestía por la hechicería muerta tantos años ya. Sus nudosas manos frotaron una pasta amarilla sobre sus miembros. Su cuerpo ascendió flotando, para reunirse con el mio.

—¿Sin escobas?—bromeé histéricamente.

De una popular revista recordaba un articulo sobre «las ilusiones del vuelo» Un ungüento hechicero, restregado sobre los miembros para producir la ilusión del vuelo a través del espacio. La fantasía popular había transformado el ungüento en escobas. Pero la pasta era real. Drogas poderosas. Acónito, belladona y otras. Daban lugar a alucinaciones. Cualquier farmacéutico sabe prepararlas. Esta noche podéis ir a vuestra farmacia del barrio y...

Tenía que suspender tanta necedad.

Pero no podía.

—Cójase de mi mano. —La obedecí. Toqué dos cables eléctricos. Unos calambres muy raros me recorrieron el cuerpo. Nos estábamos elevando. ¿Había una puerta? Flotamos al exterior. Tinieblas. Noche. Vuelo. Ella me sujetaba.

Supermán, el tipo de las revistas infantiles. ¡Basta de histeria! Arriba hacia la oscuridad, con el cuerpo desnudo de la bruja, encorvado y blanco como los cuernos marfileños de una media luna.

La casita abajo. La casita de las brujas.

—Quiero vivir en una caso al lado de la carretera y...

Si, muy divertido, muy gracioso.

¿Cómo es el final? Ah, sí:

—Y ser un enemigo del hombre.

Otra vez la histeria. ¿Pero quién no se pondría histérico, flotando en el aire como una bruja en sábado? Y Maggit, parloteando incesantemente mientras se balanceaba sobre su hombro, con sus diminutas zarpas engarfiadas en el pelo negro de la bruja.

Entonces, descendimos. Me sujeté. La sensación ardiente ya había desaparecido. Soplaba el viento. Abajo, la ciudad parpadeaba. Las ciudades siempre parpadean. Pequeñas luces, que han de servir para ahuyentar las tinieblas nocturnas. Las tinieblas donde los lobos aúllan y las lechuzas sollozan; las tinieblas donde la muerte planea, y las cosas que no están muertas. Luces para guardar, luces para ocultar el temor. Y nosotros, arriba, volando a través de todos los terrores, hacia las negras profundidades.

No sé cuánto duró aquel vuelo. No sé cuándo descendimos. Era una montaña oscura, muy grande, y un fuego brillaba en su cumbre. Había unas figuras acurrucadas, blancas contra el costado de la montaña, negras contra el llameante fuego. Una horda de peludas criaturas estaba diseminada a los pies de las brujas. Había ocho, nueve, diez... no: once.

Más Lisa Lorini y yo.

Trece en el pacto. Trece... y el sacrificio.

Ni miré sus rostros. No eran para ser mirados, sino para ser «temidos». La cara de Lisa Lorini estaba como enmascarada por la exaltación. Era ella la que tenía que preparar el sacrificio. La cabra negra fue conducida a una roca ante el fuego. Una de sus colegas le entregó el cuchillo. Una tercera sostenía el caldero. Y cuando estuvo lleno, todos bebimos. Sí, he dicho «todos».

Aquel ungüento quemaba. Incluso mis pies me sostenían como en una ardiente telaraña. No podía correr, no podía moverme del círculo de luz. Y cuando el tambor empezó a sonar, me uní al corro. Las criaturas estaban golpeando el caldero vacío, y su charla era como un siniestro murmullo a mi alrededor.

—Lisa ha traído un acólito—silbó una de las brujas.

—En lugar de Meg, que no ha podido venir explicó Lisa Lorini.

Fueron las últimas palabras inteligibles que oí, las últimas que logré retener.

Porque el pandemónium subió de punto y el fuego también , y comenzó la asamblea, el vudú, el alboroto, ¿por qué estos términos tan prosaicos? Estaban invocando a alguien.

Y alguien llegó.

Sin llamas. Sin relámpagos. Sin teatralidades. Todo fue hecho por las brujas. En realidad, Nada. Sólo unas salvajes adorando a su ídolo.

Era puro negocio. Él surgió detrás de una roca, llevando un gran libro bajo el brazo, como un banquero que se dedica a repasar unos balances.

Pero los banqueros no son... negros. No era negroide, en absoluto... sino negro. Incluso el blanco de sus ojos, y las uñas. Una sombra negra, una sombra que cojeaba. No sé si llevaba manta o no.

Todas callaron cuando él penetró en el círculo. Abrió su libro y lo rodearon. Su murmullo se elevó en la noche. Yo me acurruqué junta a una piedra.

Lisa Lorini empezó a hablarle, señalándome. Él no volvió la cabeza, pero estuvo enterado de mi presencia. No sonrió, ni asintió ni realizó el menor movimiento. Pero yo «sentí» todo esto. Dio unas órdenes. Escuchó varios informes.

Era una reunión de negocios. Satanás y compañía, teniendo una asamblea en lo alto de una montaña. Las almas eran objeto de tráfico, y las proezas eran anotadas. Y el hombre negro escribía en el libro, en tanto las brujas charlaban, y yo estaba agazapado, temblando; mientras aquellas criaturas peludas se escurrían por mis tobillos. No debía temblar, ya que las acciones del hombre negro eran muy prosaicas. Prosaicas como... el infierno.

Y entonces ocurrió. Las blancas figuras descendieron desde el cielo. Y una cayó al suelo. Hubo un grito.

—¡Meg! ¡Meg... has venido!

Meg, la bruja que faltaba.

Todas se giraron, cuando ella avanzó.

Entonces habló el hombre negro. No intentaré describir el sonido de su voz. Había en su acento algo primitivo y volcánico. Edad y profundidad, mezcladas conjuntamente, como si el habla humana no pudiese expresar los conceptos demoniacos.

—Hay catorce en este pacto...

No era yo solo el que ahora temblaba. Todas lo hacían. Como figuritas de mantequilla al fuego. La voz era la culpable.

Lisa Lorini dio media vuelta. Me arrastró hacia el círculo antes de que yo pudiese resistirme.

—Yo... creí que Meg no...

—Hay catorce. «Catorce».

La voz era sólo una insinuación. Insinuaba la cólera.

—Pero...

—Hay una Ley. Y un Castigo.

La voz subrayó las palabras.

—Piedad...

A él no hay que suplicarle piedad.

Vi lo que ocurrió. Vi cómo la negra mano se aferraba a la garganta de Lisa Lorini. La bruja cayó al suelo, rodó sobre si un instante se quedó exánime.

Los negros ojos, las pupilas negras se volvieron hacia mi.

—Debe de haber trece. Es la Ley. Firma y ocupa su lugar —¿Yo?

A él no se le puede replicar.

Alguien sostenía el caldero. Otra bruja guió mi mano y abrió el libro que él le entregó.

Sentí la escurridiza y peluda forma de Maggit sobre mi pecho. Me estaba mordisqueando el vello. Y la piel. Una gota de sangre cayó en el caldero. Un palo la removió. Me colocaron el palo en la mano.

—Firma—me ordenó el hombre negro.

No le desobedecí. Es imposible al oír su voz.

Mis dedos se movieron. Firmé.

Y entonces su mano, su negra mano, asió la mía. Sentí un estremecimiento y una oleada de fuego, y el susurro del viento, negro, muy negro en mi interior.

Algo yacía ahora en el suelo, pero no era Lisa Lorini. Miré el cuerpo porque me pareció familiar. Era mi propio cuerpo.

El hombre negro decía algo, pero el zumbido de su voz no llegaba claramente a mis oídos. El circulo que me rodeaba no existía para mí.

—Yo te desbautizo en el nombre de...

Maggit me apartó. Me susurró:

—Vuela.

No la escuché. El viaje de regreso fue instintivo... con el instinto nacido en otro cuerpo, en otro cerebro.

Dormí en la casa, dormí en la oscuridad, dormí con la convicción de que al despertar la pesadilla habría terminado.

Me desperté.

Me miré en el espejo.

Vi a Lisa Lorini, con mis ojos... escrutándome desde su cuerpo.

Maggit parloteó a mis pies.

Esto fue hace una semana. Desde entonces he aprendido a escuchar a Maggit. Maggit me cuenta cosas.

Maggit me enseñó los libros y las hierbas. Maggit me ha contado cómo he de hacer los filtros y cómo impedir que envejezca mi cuerpo. Maggit me ha explicado cómo hacer el té, y cómo mezclar la pasta. Maggit dice que esta noche hay otra asamblea en la montaña.

Claro está, recuerdo lo demás. Sé que he firmado el libro y he ocupado el lugar de Lisa Lorini, y sé que no puedo zafarme de ella. A menos que emplee el método de ella. Que vaya a la asamblea, pero que antes alegue una cuestión de etiqueta y me haga acompañar.

Es la única solución.

Hoy, al cabo de una semana , deben estar buscándome. El departamento del censo debe haber enviado a otro agente a cubrir mi ruta. Seguramente será Herb Jackson. Estará en este distrito. Sí, Herb Jackson seguramente llamará esta tarde a mi puerta, y pedirá entrar para hacerle a Lisa Lorini unas preguntas para el empadronamiento.

Cuando llegue, he de estar preparado.

Creo que tendré bastante trabajo confeccionando el té.

El mito del Vampiro

Según la leyenda popular, cadáver que sale de la tumba durante la noche, a menudo en forma de murciélago y succiona la sangre de las personas dormidas para alimentarse. Se supone que determinados talismanes y hierbas alejan a los vampiros que, según la tradición, sólo pueden ser destruidos por cremación o clavándoles una estaca en el corazón. La creencia en los vampiros se remonta a la antigüedad y estuvo muy extendida entre los eslavos. Cobró gran impulso con la novela "Drácula" (1897) del escritor irlandés Bram Stoker. Cuenta la historia del conde Drácula, un vampiro de Transilvania, que se convirtió en uno de los personajes más famosos de las películas de terror. Stoker se inspiró en el príncipe Vlad Tepes Dracul, quien reinó en Valaquia (y no en Transilvania) entre 1456 y 1474. Fue famoso por las sangrientas campañas que emprendió, primero contra los saxos y luego contra los turcos. En una batalla contra éstos últimos, empaló unos 5000 cuerpos como parte de una guerra psicológica. El nombre Dracul tiene su origen en la pertenencia del príncipe a la orden de los Caballeros del Dragón, cuyo símbolo era la cruz aplastando a la serpiente con alas y garras y llamas exterminadoras que salían por las fosas nasales. La creencia en vampiros se agravó durante la época de persecución inquisitorial, en donde acababan con una estaca clavada en el pecho a golpes de martillo o en el caso de los HOMBRES-LOBO con una flecha con punta de plata, todo rociado con abundante Agua Bendita y Crucifijos por doquier y muchas otras técnicas para repelerlos. La generalización del fenómeno llevó a algunas mentes escépticas a estudiar seriamente el caso, encontrando una explicación que se acercaría mucho a lo que debe haber sucedido en realidad en el surgimiento de estos mitos. Las PORFIRIAS son un grupo de enfermedades genéticas cuya causa es un mal funcionamiento de la secuencia enzimática del grupo HEM o HEMO de la Hemoglobina, pigmento de la sangre que hace que esta sea roja. El grupo HEM es quien transporta el OXIGENO de los pulmones al resto de las células del organismo. Este grupo HEM es un complejo férrico (en estado ferroso) con protoporfirina IX, la secuencia enzimática necesaria para su síntesis se hereda de acuerdo a las Leyes de Mendel y es autosomico-dominante, cualquier error en la herencia es lo que produce las enfermedades llamadas PORFIRIAS. Los síntomas de las mismas son: 1) Fotosensitividad, se presenta en todas menos en la llamada Forma Aguda Intermitente. Esta fotosensitividad es el resultado de la acumulación de porfirinas libres de metal en la piel produciendo serias lesiones: HIRSUTISMO (el organismo, para protejerse de la luz hace que crezca pelo aun en lugares no habituales como en el dorso de los dedos y las manos, en las mejillas, en la nariz,... en una palabra, en los lugares más expuestos... A causa de ello el enfermo huye de la luz intensa, en especial la del sol, y si sale, lo hace solo DE NOCHE; la piel puede presentar también zonas de pigmentación o de despigmentacion y los dientes suelen ser rojos haciendo que el aspecto del enfermo se aleje cada vez más del estereotipo de ser humano para acercarse mas al monstruo). 2) Las porfirinas acumuladas en la piel pueden absorber luz de cualquier longitud de onda, tanto en el espectro ultravioleta como en el espectro visible, y luego transferir su energía al OXIGENO que proviene de la respiración. El OXIGENO normalmente NO ES TOXICO... todos sabemos su imprescindibilidad para nuestra vida, pero con el exceso de energía transferido por las PORFIRINAS se libera OXIGENO ATOMICO (Aclaración: todas las moléculas de los gases se componen de dos tomos, por ello al OXIGENO ATOMICO, altamente reactivo también se le llama "Singlet-Oxygen" u oxigeno monoatómico u OXIGENO ATOMICO a secas) Este OXIGENO ATOMICO, altamente reactivo, como dijimos, produce destrucción de los tejidos, predominantemente los distales, y los mas expuestos como la punta de los dedos, la nariz, las encías... de hecho, oxida esos tejidos en forma violenta, con desprendimiento de flama y humo... QUEMA PARTES DEL PACIENTE cuando se expone a la luz las manos se convierten en garras... su cara, peluda en su totalidad muestra una boca permanentemente abierta por falta de los labios... los dientes al descubierto, de apariencia mas grande por la falta de encías y donde estaba la nariz, las coanas, dos orificios tétricamente oscuros por donde respira en forma jadeante y por donde fluye una secreción sanguineo-purulenta... Pensemos ahora la posibilidad de encontrarnos en medio de una noche oscura -ya que el paciente sale de noche para evitar el daño que le produce la luz- en la mitad del siglo XIV... Suponemos que el mito de la LICANTROPIA, es decir de los HOMBRES-LOBO es anterior al de los VAMPIROS y se origino en "ENCUENTROS" como el que acabamos de imaginarnos. Pero las Porfirias son enfermedades genéticas y no tienen cura aun. Algunos de los síntomas no pueden ser aliviados. El principal tratamiento para algunas PORFIRIAS en la actualidad es la inyección de concentrados de Glóbulos rojos o soluciones de Grupo HEM o HEMO, además de hacerle usar al enfermo filtros solares. Pero hasta principios del siglo XX, la inyección del pigmento HEM no era posible hacerse... aun ni había sido descubierto..., no podemos suponer como, pero en algún momento, ya sea inducido por la desesperación o por indicación de algún curandero (o porque la carencia del mismo en el organismo despierta una PICA (aclaración: se llama pica cuando un paciente ingiere alguna sustancia que no es considerada de una dieta lógica ... en el siglo pasado, en países pobres, se ha visto a niños descalcificados lamer las paredes, que en aquel tiempo se pintaban con mezclas que contenían CAL (hidróxido de calcio) es también característico en la actualidad y una forma de diagnostico precoz que aquel que se desespera por comer HIELO (se llama PAGOFAGIA) sufra de una anemia FERROPENICA, les pasa mas frecuentemente a las embarazadas que tienen una demanda mayor de hierro que el que aportado por los alimentos)... pero volviendo a nuestro pobre enfermo PORFIRICO, decía que no sabemos como sintieron la pulsión, la necesidad de beber grandes cantidades de SANGRE... y se sintieron aliviados... y cuando el populacho se entero debe haber nacido entonces, después de la de la LICANTROPIA la leyenda de los VAMPIROS... el folklore confirma las costumbres nocturnas de los vampiros... evidentemente, una forma de protejerse de su fotosensitividad... La naturaleza genética de las PORFIRIAS y algunas costumbres endogámicas entre algunos grupos étnicos y otros factores medioambientales podrían haber desencadenado la enfermedad en personas genéticamente predispuestas... y de aquí la idea que quien fuese mordido por un vampiro se convertía en uno de ellos a su vez. El AJO es bien conocido por todos como un talismán para auyentar a los VAMPIROS y HOMBRES LOBOS de hacernoslo saber se encargó repetidamente el cine y la TV...y forma parte de la leyenda y sus fundamentos. Cada uno de nosotros poseemos en nuestros hígados una enzima (aclaración: una enzima es un catalizador orgánico. Un catalizador es una sustancia que acelera o retarda una reacción química sin participar en el producto final de la reacción ) conocida como CITOCROMO P-450.. la función de esta enzima, junto con otras, es la de remover del organismo substancias NO SOLUBLES EN AGUA produciendo productos xenobioticos que SI son hidrosolubles, (es una de las funciones desintoxicantes del hígado). El citocromo P-450 posee como la HEMOGLOBINA el GRUPO PROSTETICO (grupo de la molécula que cumple con la función) HEM o HEMO, en este caso sin embargo, el grupo HEM cumple una tarea diferente. Se ha demostrado desde hace mucho que cuando el CITOCROMO P-450 hepático esta metabolizando una amplia variedad de drogas y otros compuestos orgánicos su grupo HEM puede ser destruido ... de hecho las drogas forman un complejo con el grupo HEM de la P-450 por alkilacion con un átomo de Nitrógeno. Muchas de las drogas y compuestos orgánicos que destruyen el grupo HEM del CITOCROMO P-450 hepático, tienen mucho en común con uno de los principales constituyentes del AJO... y que además es volátil... El DIALKILSULFITO. Esto obviamente sugiere que la ingesta o aspiración de AJO aumenta las severidad de un ataque de PORFIRIA... porque el complejo HEM modificado por la destrucción del P-450 hepático es un potente inhibidor del final de la síntesis del grupo HEM (Inhibe la enzima ferroquelatasa) por lo tanto el AJO no solo destruye al grupo HEM sino que descompone el aparato biosintetico del mismo, esto es lo ultimo que necesita un vampiro (enfermo de porfiria) si el HEM no es sintetizado en su organismo, no podrá inhibir el exceso de síntesis de porfirinas por retroalimentación negativa (feed-back) y esa ruptura del equilibrio es lo que agrava el ataque...

"The last syllable of recorded time" por Shakespeare

To-morrow and to-morrow, and to-morrow
Creeps in this petty pace from day to day
To the last syllable of recorded time,
And all our yesterdays have lighted fools
The way to dusty death.
Out, out, brief candle !
Life's but a walking shadow, a poor player,
That struts and frets his hour upon the stage,
And then is heard no more ;it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing.

- Shakespeare

Una Noche de Espanto de Anton Chejov

Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:

-Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883 regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido...

"¡Declina tu existencia!... ¡Arrepiéntete!", había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.

Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: "Esta noche".

No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.

No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.

Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:

-Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.

Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido...¡brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.

"Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta", pensé.

No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí...

Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio del cuarto había un ataúd.

Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar pro el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.

Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta esta seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio...No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿estará vacío, o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!

O es un milagro, o un crimen.

Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.

Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?

No creía, y sigo no creyendo, en le espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.

Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?

La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.

Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:

-Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd...¡De doble tamaño que el otro!

El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.

Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.

"Me vuelvo loco", pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. "¡Dios mío!" "¿Cómo remediarlo?"

Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta...

Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.

Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: "¡Socorro, socorro! ¡Portero!"

Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.

-¡Pagostof!-exclamé, al reconocer a mi amigo el médico-¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos...

-¿Es usted, Panihidin? – me preguntó con voz ronca-. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios mío! ¿No es una alucinación?

¡Me da usted miedo!...

-Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre?-pregunté lívido.

-¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted que se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!

No lo puedo creer , y le pedí que lo repitiera.

-¡Un ataúd, un ataúd de veras! –dijo el médico creyendo extenuado en la escalera-. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista...

Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.

-Nos duelen los pellizcos a los dos- dijo finalmente el médico-; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?

Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.

-Vamos ahora a averiguar- dijo el médico temblando – si el ataúd está vacío u ocupado.

Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía: "Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarle, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor.

El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo Tchelustin."

Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene un funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.

Bela Kisz

Como todo buen depredador que se precie, esconderse bajo una apariencia cándida e inocente es Conditio sine qua non para que no se descubra demasiado pronto su pastel. Bela Kisz se aplicó bastante bien al respecto. Corría el año 1916, Bela vivía en Czinkota, una pequeña villa de Hungría con su esposa María (quince años más joven), una joven mujer muy amable. A la llegada al pueblo, alquilaron una casa y contrataron a dos empleados para la casa. El húngaro, por motivos de negocios, pasaba largas temporadas lejos de su mujer fuera del hogar, al que, en su ausencia, acudía un joven artista llamado Paul Bikari. Los vecinos comenzaron a sospechar de las continuas infidelidades de María y creyeron oportuno avisar a Bela. María, sin embargo, se adelantó a los acontecimientos y escribió una carta a su marido explicándole que le abandonaba. Bela, destrozado, decide despedir a los criados y contratar a un ama de llaves. Durante un tiempo, Bela se encerró en su casa, a la que sólo dejaba pasar a mujeres durante la noche. Por entonces, en el pueblo se comentaba que estallaría la guerra, a lo que Bela demostró ser bastante previsor se proveyó de suficiente combustible almacenado en una serie de depósitos cilíndricos en su sótano. Al mismo tiempo, comenzaban a aparecer noticias diarias sobre la desaparición de mujeres. Se sospechaba de un hombre llamado Hoffman, pero éste acabó desapareciendo y la investigación continuó por otros caminos. Estalló la guerra y Bela fue llamado a las filas, a lo que éste alegó que padecía problemas de corazón. Le hicieron revisiones médicas y, al ver que estos supuestos problemas cardíacos eran patrañas, le mandaron a la guerra. A su partida, decida entregar la llave de su sótano al Condestable para que utilizase su combustible si él no volvía. Tan sólo 5 meses después, Bela Kisz muere en un hospital militar de Belgrado. El Condestable publicó la donación que había hecho Bela de sus bidones. Las autoridades entran en su propiedad y cuál fue la sorpresa, la esperada: descubren 19 cadáveres escondidos en los supuestos barriles de combustibles. Sólo encontraron gasolina en uno de los bidones. Obviamente, uno de esos cuerpos era el de su mujer María y el de su amante (también el de su vecina. El primero de ellos aparecía estrangulado con una bufanda de seda. Todos conservados en alcohol. Días después, hallarían 10 cadáveres más enterrados en el jardín de la casa y 12 en un bosque contiguo al domicilio. Pasó el tiempo y una noticia conmocionó al pueblo entero: Bela Kisz había conseguido cambiar de identidad con otro soldado y, lógicamente, no estaba muerto. Se siguió en la investigación, pero nunca llegó a saberse nada más sobre Bela. La pista más fiable la daría un legionario francés, cuando afirmó haber conocido a un tipo que se enorgullecía de haberse hecho rico a costa de la muerte de millonarias. Bela conseguía una y otra vez eludir la investigación policial. Se dijo que le habían visto en Francia, Budapest o incluso en Nueva Cork, Lo cierto es que nunca más se supo nada de él. Las últimas noticias apuntan a su exilio en Sudamérica donde seguiría mutando de aspecto. Así fue como nació el mito del “vampiro”. Lo que comenzó siendo un crimen pasional, acabó siendo toda una serie de crímenes sin marcas de sangre, perpetrados por el hombre más amable y atento del pueblo, un hombre educado, respetuoso y cálido. Al menos eso es lo que decían los criados de su casa. Curiosa actitud, así como curiosa su muerte. Nunca encontraron su cadáver, por lo que siguió considerándosele como un desaparecido en combate.

Sombra (Parábola) (Shadow -- A Parable-1850) por Edgar Allan Poe

Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra...
(Salmo de David, XXIII.)

Vosotros los que leéis aún estaís entre los vivos, pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán extrañas cosas, y se sabrás cosas secretas, y pasarán muchos siglos antres de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no cran en él, y otro dudarán, más unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el epecial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.

En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde adentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrella y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podías ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no puedo explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades intelectuales yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menoslas llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentabamos cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquito resplandor de las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo – lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte – llenas de Locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de las escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo!. Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo habá pagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Más aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaba fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombre de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante entre las colgaduras del aposento, quedó por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneción inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver como la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cual era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: "¡Yo soy sombra, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte!".

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y variando en sus cadencias de una sílaba a la otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.

 
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