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El Diablo y el Relojero de Daniel Defoe

Viva en la parroquia de St. Bennet Funk, cerca del Royal Exchange, una honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta. Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos instrumentos, según es costumbre en esta actividad.
Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso. Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.
En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que Ilevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.
Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:
-¡Sube y ayuda al hombre!
Suponía que algo impedía su acción.
Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo señas de que se quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la cuerda, y después se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose en consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:
-¿Que pasa? ¿Por qué no bajáis al pobre hombre?
Y el acompañante que la seguía, habiéndosele acabado la paciencia, la empujó y le dijo:
-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras llegó arriba y a la habitación donde estaban los extraños.
Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba colgado, pero no el hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra cosa o ser que pudiera ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por criaturas espectrales enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado se ahorcara y expirara.
El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de todo el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como muerto. Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con unas tijeras, lo cual le dio gran trabajo.
Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue contada por personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo convenceros de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el diablo, que se situó allí con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según su costumbre, había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo. Además, este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del demonio y sus ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos equivocados al cargar al diablo con tal acción.

El Acusador Fantasmal de Daniel Defoe

He oído una historia, que creo verdadera, de cierto hombre a quien llevaron a la corte de justicia bajo sospecha de asesinato, la cual, sin embargo, sabía él que no había poder humano capaz de comprobar.
Cuando llegó a declarar alegó no ser culpable y la corte comenzó a perderse en búsqueda de pruebas, pero sólo descubrieron sospechas y circunstancias aparentemente verdaderas. Sin embargo, teniendo, como tenían, testigos, los examinaron como es de costumbre, de pie sobre un pequeño escalón, para que fueran visibles ante toda la sala.
Cuando el tribunal pensó que ya no tenía más testigos para examinar y que pronto el hombre sería liberado, éste hizo un brusco movimiento hacia el tribunal, como si estuviera asustado. Pero, recobrando su compostura, estiró un brazo hacia el lugar donde los testigos se ponen de pie para dar su testimonio en los juicios y, señalando con la mano, dijo en voz alta:
- Señor, ¡esto no es justo! Esto no está de acuerdo con la ley. Ése no es un testigo legal.
La corte estaba atónita y no podía entender qué quería decir el acusado. Pero el juez, un hombre de mayor penetración, aceptó la insinuación y conteniendo a uno del tribunal que estaba por hablar y que tal vez haría entrar en razón al hombre, dijo:
- ¡Silencio! Este hombre ve algo que nosotros no vemos. Empiezo a entenderlo. - Y después, hablándole al prisionero preguntó -: ¿Por qué no es un testigo legal? Yo creo que la corte le permitirá testimoniar con todo derecho cuando venga a declarar.
- ¡Oh, Señoría! No es justo. No puede permitírsele - dijo el prisionero, con una confusa ansiedad en su semblante que mostraba tener un corazón audaz, pero una conciencia culpable.
- ¿Por qué no, amigo? ¿Qué razones dais para ello? - preguntó el juez.
- Su Señoría, no puede permitírsele a ningún hombre ser testigo de su propio caso. Él es parte, señor, no puede ser testigo.
- Os equivocais - dijo el juez -, porque vos estáis acusado en nombre del Rey, y el hombre puede ser testigo del Rey, como en el caso de un asalto en un camino; nosotros siempre admitimos que la persona asaltada es testigo legal: sin esto ningún salteador podría ser convicto. Pero oiremos lo que tiene que decir cuando sea examinado.
Así habló el juez, con tal gravedad y de manera tan sencilla y natural, que el criminal contestó:
- Bien, si vos permitís que él sea testigo legal, entonces yo soy hombre muerto.
Dijo las últimas palabras con voz más baja que el resto, pero sin pedir una silla para sentarse.
La corte ordenó que le trajeran asiento, pues si no lo hubiese tenido se hubiera desplomado sobre la plataforma. Cuando se hubo sentado, todos observaron que mostraba gran consternación y que levantaba las manos repetidas veces, pronunciando una y otra vez las palabras «Hombre muerto, hombre muerto».
El juez se sentía algo perdido, sin saber como actuar, y toda la corte parecía sumida en una extraña perplejidad, aunque nadie veía otra cosa que el hombre en el estrado.
Al fin el juez le dijo:
- Mirad, Mr... - llamándolo por su nombre -. Solo conozco un camino para vos y lo leeré en las Escrituras.
Y así, pidiendo la Biblia, buscó el libro de Josué y leyó el versículo VII:19: Y Josué dijo a Acán: Hijo mío, da gloria al Señor Dios de Israel, y confiesa y declárame qué has hecho: no me lo encubras.
Ante esto el criminal autocondenado estalló en lágrimas y tristes lamentaciones por su miserable condición, e hizo una confesión completa de su crimen. Y cuando lo hubo hecho, dio la siguiente relación de su caso y las razones que tenía para estar bajo la influencia de tal sorpresa y presión: que él había visto a su víctima de pie en el estrado de los testigos, lista para ser interrogada en contra de él y dispuesta a mostrar el cuello que el prisionero le había cortado; y según dijo, contemplándole de lleno con un terrible continente. Esto lo sumió en confusión, como bien podría suponerse, y sin embargo no hubo real aparición, ni espectro, ni fantasma ni trasgo. Todo había sido figurado por la fuerza de su propia culpa y la agitación de su alma excitada y sorprendida por influjo de la conciencia.

Daniel Defoe (1660 - 1731)

Publicista y novelista inglés (Londres, 1660 - Ropemaker's Alley, Moorfields, 1731). Editó el periódico The Review, que en 1713 pasó a llamarse The Mercator. Hasta 1719 su producción literaria fue casi exclusivamente periodística. En ese año publicó la Vida y extraordinarias y portentosas aventuras de Robinson Crusoe de York, navegante, obra que le daría la inmortalidad. Los últimos años de su vida los dedicó a al literatura y vivió acuciado por sus deudas. Se le atribuyen más de 500 obras, que abarcan temas de índole política, económica, histórica, ocultismo: Historia del diablo (1726), de aventuras: Historias de Piratas (1724-1728). Autor también de Diario de la Peste (1722), y Las aventuras amorosas de Moll Flanders (1722), novela realista en el espíritu de la Ilustración, que anticipó el surgimiento del género en Inglaterra.

Obras:



El Fantasma Provechoso (A Profitable Ghost)
1722
El Diablo y el Relojero (The Devil and the Watchmaker)
1727
El Espectro y el Salteador de Caminos (The Specter and the Highwayman)
1727
Un Acusador Fantasmal (A Ghostly Accuser)
1727
 
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