Viva en la parroquia de St. Bennet Funk, cerca del Royal Exchange,
una honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes
en su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su
renta. Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para
relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos instrumentos,
según es costumbre en esta actividad.
Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este
fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando
estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta
del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes)
se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso.
Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás
de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.
En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que
no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que
Ilevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro,
lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente,
sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano,
hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo
detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la
otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.
Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que
estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el
nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante
y le dijo:
-¡Sube y ayuda al hombre!
Suponía que algo impedía su acción.
Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo
señas de que se quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la
cuerda, y después se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose
en consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:
-¿Que pasa? ¿Por qué no bajáis al pobre hombre?
Y el acompañante que la seguía, habiéndosele acabado la paciencia,
la empujó y le dijo:
-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras
llegó arriba y a la habitación donde estaban los extraños.
Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba
colgado, pero no el hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra
cosa o ser que pudiera ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por
criaturas espectrales enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado
se ahorcara y expirara.
El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar
de todo el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como
muerto. Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con
unas tijeras, lo cual le dio gran trabajo.
Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue
contada por personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo
convenceros de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el diablo, que
se situó allí con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según
su costumbre, había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo.
Además, este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del demonio y sus
ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos equivocados
al cargar al diablo con tal acción.
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