Los cantos de Maldoror por Isidore Ducasse -Conde de Lautréamont-



Los cantos de Maldoror (en francés, Les Chants de Maldoror) son un conjunto de seis cantos poéticos publicados en 1869, obra de Isidore Ducasse, más conocido por su pseudónimo de Conde de Lautréamont.

"Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura." Canto II

Poema narrativo en prosa, de macabra belleza, llena de violencia, obscenidad e imaginería blasfema que «celebra el principio de El Mal... con una pasión comparable al fanatismo religioso».

Los cantos de Maldoror, obra entre las más atípicas y sorprendentes de la literatura, fueron escritos entre 1868 y 1869 y publicados ese mismo año. Los cantos que forman el libro son obra de un hombre de veintidós años al que la muerte se llevará apenas un año más tarde. Los ecos de estas páginas irán aumentando a lo largo del siglo XX, en particular por el impulso de André Breton, que vio en ese libro «la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas». Así, los surrealistas consideraron al libro como un precursor.

Estructura de la obra 

Los cantos de Maldoror obedecen a una estructura a la que el autor intenta ser fiel, a pesar de que su evolución testimonia lo contrario. La publicación de 1868 (sólo el primer canto) presentaba algunas partes dialogadas con indicaciones escénicas que fueron suprimidas en los siguientes. Llevan el sello de los textos en los que, al principio, Lautréamont se inspiró: el Manfred de Lord Byron, el Konrad de Adam Mickiewicz, el Fausto de Goethe. De estas figuras retendrá, sobre todo, la idea de un héroe negativo, satánico, en lucha abierta contra Dios, aunque el estilo elegido finalmente participa de la literatura épica; de ahí la división en estrofas de cada uno de los Cantos, con excepción del sexto y último, en el que la construcción de una pequeña novela de una veintena de páginas cambia el estilo hasta entonces adoptado.

Resumen

Resulta imposible resumir Los cantos de Maldoror: no hay hilo argumental. Se tiene la impresión de que en cada estrofa el autor da rienda suelta a su imaginación salvajemente rebelde, a su furor o a su guasa: sentimientos tan opuestos, pueden hacer en él buenas migas. Maldoror, ser sobrehumano, arcángel del mal, lucha bajo diferentes formas contra el Creador, a menudo ridiculizado (Dios en el burdel), y comete asesinatos en los que evidencia su sadismo y perversión. En la versión de 1868, una de las primeras escenas, refiere un diálogo con Dazet (un amigo del colegio, de Tarbes, cuyo nombre será suprimido en las siguientes ediciones), que nos deja ver, claramente que, por debajo de la ficción, subyace un sustrato biográfico.

Expresando el mundo épico, en el que se desarrollan estos actos extremos, los objetos y animales hablan, las metamorfosis se multiplican, está permitido el énfasis y el gigantismo de los personajes. Pero una ironía constante, avisa al lector, le obliga a tomar distancia, en el cara a cara con la narración y a juzgar el fenómeno literario que tiene ante sus ojos. Cada vez más esta voz crítica, se mezcla con el texto. Estamos invitados al espectáculo de hacer y deshacer la obra. A partir del cuarto canto, ya no es posible obviar esta contradicción, sus vampíricas frases dominan la sustancia del poema. La novela final es una lección de escritura, estigmatizando el estilo rocambolesco y más concretamente, el folletín que abundaba por entonces en los periódicos de grandes tiradas. Ésta última ficción, desarrolla una intriga esbozada en las páginas precedentes. El adolescente Mervyn, seducido por Maldoror, será inútilmente protegido por Dios y sus emisarios animales. Una última escena grandiosa lo ve proyectado tras la columna Vendôme hasta la cúpula del Panteón, lugares significativos ¡puede que demasiado!, y se puede adivinar en este incongruente acto una forma magistral de desembarazarse de todas las novelas del mundo y de las angustias sentimentales que las inspiran. Si Ducasse encuentra un extremo placer en fomentar escenas de rara violencia, en las que la desdicha y la mala intención tienen un punto sublime, no es menos visible que así, ajusta el tono único —el suyo— combinando la amplitud del ritmo y el superior desengaño, una suerte de ineludible y algo poderoso principio de antigravedad. La actividad de este rapsoda bibliófago pasa también por el plagio (numerosas son las copias que hace de diferentes obras, científicas sobre todo) que ha sabido elevar al nivel de un arte apropiándose de diferentes trozos de textos —algunos como el Apocalipsis— para integrarlos al suyo con un cuidado del efecto literario unas veces admirable y otras decepcionante.

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