LA CASA era antigua, como las demás del bloque. La puerta de la verja chirrió cuando la empujé. Fue el único sonido que oí. Mis zapatos habían dejado de chirriar ya hacía mucho tiempo. Ir anotando el censo cansa rápidamente los zapatos.
Subí los peldaños del porche. Estaba harto de subir los peldaños de los porches. Toqué el timbre. Estaba harto de tocar timbres. Oí unos pies en el interior. Estaba harto de oír pies en el interior.
Bien, me comporté como siempre.
«Ya está aquí—pensé sin embargo—. Otra nariz.»
Resulta particularmente cansado ir contando narices.
Todo el mundo sabe lo que es. Andar todo el día. Tocar timbres. Llevar una pesada cartera bajo el brazo. Repetir las mismas estúpidas preguntas una y otra vez. Y cuando acabas, no has vendido ni un aspirador. No has vendido ni un cepillo, o un par de cordones de zapatos. Lo único que has conseguido han sido narices de cuatro centavos, anotando el censo. No hay posibilidades de ascenso. Tío Sam no te llama a su despacho particular, te regale un cigarro y te dice:
—¡Eh, tú! Me han dicho que estás realizando una magnífica labor, yendo de caso en casa. Desde ahora en adelante, te sentarás a este despacho. Ya no contarás más narices.
No, lo único que se logra con el asunto del censo es contar más narices al día siguiente. Narices de cuatro centavos. Grandes y pequeñas, ganchudas, torcidas, rectas, rojizas, blancas, veteadas... hasta que uno acaba por enfermar de alergia nasal. Piensas que si la puerta vuelve a abrirse y ves otra nariz la cerrarás de golpe y te alejaras rápidamente... o golpearás aquella nariz.
Y allí estaba yo, esperando que se asomase aquella nueva nariz. La puerta se abrió.
Apareció un pico muy afilado, la vanguardia de una cara indescriptible, y el cuerpo de una ama de casa corriente. La nariz husmeó el aire y pareció planear con incertidumbre en la protectora sombra de la puerta.
—¿Bien. . . ?
—Vengo en nombre del Gobierno de Estados Unidos, señora. Por el censo.
—¿El empadronamiento, eh?
—Sí. ¿Podría entrar y formularle unas cuantas preguntas?
El mismo diálogo de cada cuarto de hora. Sólo un cambio de personalidades a cada uno.
—Pase.
Un vestíbulo oscuro que daba a un saloncito oscuro. Una lámpara pareció destellar cuando dejé mi cartera sobre la mesa y saqué el formulario
La mujer me contemplaba. Su cara sólida carecía de expresión. Una cara de ama de casa. Solía contemplar a los vendedores de enciclopedias y a los cobradores con un ojo en el fogón de la cocina.
Bien, treinta y cinco preguntas que formular. Rutina. Llené la casilla de «Varón» o «Hembra», y la de «Profesión», y puse la dirección. Luego pregunté:
—¿Nombre?
—Lisa Lorini.
—¿Casada o soltera?
—Soltera.
—¿Edad?
—Cuatrocientos siete.
—¿Edad?
—Cuatrocientos siete.
—Oh..., ¿cómo?
—Cuatrocientos siete.
De acuerdo, había trabajado todo el día, y acababa de tropezarme con una bruja a medias. Contemplé su inexpresivo rostro. Bueno, de prisa, que era tarde.
—¿Ocupación?
—Bruja.
—¿Qué?
—He dicho que soy una bruja.
Por cuatro centavos no estaba nada bien. Fingí escribir la respuesta y pasé a la pregunta siguiente.
—¿Pare quién trabaja?
—Para mí. Y. naturalmente, para mi «amo».
—¿Amo?
—Satán Merkatrig. El Diablo.
Ni por diez centavos podía aguantarse tanta chaladura Lisa Lorini, soltera, cuatrocientos siete años, bruja y trabajando para el Diablo. ¡Oh, no, no valía ni quince centavos!
—Gracias Nada más. Me marcho ya.
La vieja no se sintió interesada. Doblé la hoja, la metí en la cartera, agarré el sombrero, di media vuelta y me encaminé a la puerta.
La puerta había desaparecido.
Si, no era broma. La puerta había desaparecido.
Estaba allí un instante antes, una puerta corriente, de madera. En el salón había un sillón a un lado y una mesita en el otro.
Fui en otra dirección. Tal vez allí... No había puerta. No había ninguna puerta en la habitación.
Andar bajo el sol todo el día no le sienta bien a nadie. Enfurecerse ante las narices es el primer síntoma. Después, uno empieza a oír voces que contestan las preguntas de manera idiota.
Y después, uno ya no encuentra las puertas. Bien. Me volví hacia la vieja.
—Señora..., ¿seria tan amable de mostrarme la salida? Tengo que...
—No hay salida.
Gracioso. No me había dada cuenta de la «calidad» de su voz. Era muy aguda y grave a la vez. Y no mostraba señales de cansancio físico. Y sentí algo más... ¿Era... diversión?
—Pero...
—Me gustaría que me hiciera un rato de compañía. Ha sido una suerte que viniera usted.
¿Que viniera? ¡ Maldita bruja ! ¡ Pero no era una bruja! No hay brujas.
«No hay puertas.»
—Tomará una taza de té conmigo.
—Muy amable, pero...
—Ya está a punto. Siéntese, joven. Voy a sacar el té del fuego.
No había vista la chimenea a mis espaldas. No había visto la llama. Pero el fuego ardía, y había una tetera sobre el brasero. La vieja se agachó y una sombra recayó sobre la pared.
Era una sombra enorme, negra. Enorme y negra, así dicen los niños asustados. La sombra enorme y negra de una mujer que parecía arrastrarse por la pared.
Miré a Lisa Lorini. Seguía pareciendo una ama de casa. Cabello negro, partido en el centro. Una figura esbelta, no encorvada por los años.
Cuatrocientos siete años...
Una buena idea para bromear. Ahora su rostro: nariz prominente, boca apretada, ojos ligeramente almendrados. Pero sus facciones eran ordinarias. Completamente ordinarias, salvo el truco de que la luz del fuego les prestaba una expresión lobuna. Una cara roja que sonreía al inclinarse sobre la tetera.
No, era una loca. Una loca, como las pobres criaturas que solían quemar en las hogueras medievales. Todas estaban locas. Millones de ellas. Todas locas. No eran brujas. Claro que no. Los brujos son un mito. No hay brujos. Pero...
Pero yo estaba asustado.
Ella me sonrió. Una zarpa... una mano, quiero decir, sostenía la taza. El humo ascendía en espirales de un líquido pardusco. Té. Un brebaje de brujas. Bébelo y...
¡Bébelo y ya está! Esto era una majadería. Busqué otra vez la puerta, pero el cuarto estaba muy oscuro. El fuego crepitaba. Era un fuego muy rojo. No podía ver con claridad. Además, hacía mucho calor. Bebe el té y lárgate.
La vieja también sostenía una taza. No había dejado caer nada dentro. ¿Qué se supone que dejan caer las brujas? Hierbas. Y todo aquello que recitan las brujas de Macbeth. ¡En aquella época creían en esas patrañas, lunáticos!
Apuré el té. Tal vez así me dejaría salir. O quizá ella se bebería el té y me dejaría salir. Me animé un poco.
—No tengo muchas visitas.
Sus palabras me llegaron lentamente. Al otro lado de la mesa sentí cómo sus ojos me escrutaban. Me limité a sonreír.
—Antes sí. Pero el negocio ha decaído mucho.
—¿El negocio?
—La brujería. La hechicería. Ya no se estila. Muy pocas personas creen en ella. Ya no acuden en busca de filtros morosos ni nada así. Hace años que no he hecho ningún muñeco.
—¿Muñeco?
—Sí, de cera, con aspecto de un hombre. Luego se le pinchan alfileres en el corazón, y esto provoca la muerte de un enemigo. Hace años que no he matado a nadie. El negocio está arruinado.
Seguro, seguro. ¿Matar hay a alguien? ¿No? De acuerdo, cerremos la oficina y a otra cosa. El negocio está arruinado.
Una mujer fatigada de su profesión. Una vieja sin ocupación. Cesante.
Pero mi mano tembló y casi dejé caer la taza.
—Todos mis hermosos encantamientos y... ¡Pero no bebe su té!
El hombre condenado y su magnífica cena. ¡Cómete el cereal, te sentará bien!
«¡Bébase su té!»
Lo mismo. Mi cerebro me ordenó bebérmelo. Bebérmelo para demostrar que yo no estaba loco; que no estaba loco y que no había brujas y que nada ocurriría. Mis manos se negaban a efectuar la maniobra. Me costó indecible trabajo acercar la taza a mis labios. La vieja me contempló mientras sorbía el té.
El brebaje era muy amargo, acre, pero caliente. Un brebaje desconocido, pero no era Ooloog. Me lo tragué con facilidad, a pesar de su gusto amargo
—Me sorprende, joven, que demuestre tan poco interés por mi trabajo No es fácil tropezarse con una bruja.
«Tenía que decírmelo a mi. Precisamente, a mí.»
—Me gustaría hablar de ello—respondí—, pero otra vez será. Lo cierto es que me quedan aún muchos nombres en la lista y he de irme. Gracias por el té.
Volví a buscar la puerta. El fuego parecía trazar dibujos rojos en la habitación..., pero allí solamente. Mi cabeza también estaba inflamada. Llameaba y bailaba. El té estaba caliente, y ahora el calor se hallaba dentro de mi cabeza. Las sombras se mezclaban con los dibujos rojizos del cuarto, pareciendo invadir mi cerebro. Oscuras sombras del oscuro brebaje del té. Sombras rojas y temblorosas en mi cabeza, ante mis ojos, privándome la vista de la puerta. No podía verla. Tenía la ilusión de que si me concentraba la hallaría. Estaba allí, en alguna parte de la estancia, en algún lugar de aquellas sombras y aquellos rojos resplandores Tenía que estar allí. Pero no podía verla.
A la vieja sí la veía con claridad. Sus facciones indescriptibles poseían ahora más fuerza. La sonrisa irónica parecía contener una antigua sabiduría. No necesitaba arrugas. Aquella sonrisa era más vieja de lo que toda una vida podía grabar en su rostro. Era tan vieja como la sonrisa de una calavera.
Sí, podía verla, aunque no podía ver la puerta por culpa de las luces y las sombras.
—Debo irme—musité.
Mi voz sonó muy lejana. Sólo los ojos de la vieja estaban muy cerca. Sus ojos, conteniendo la luz rojiza y las negras sombras.
Me incorporé.
Probé de sostenerme de pie.
Una vez bebí nueve copas de vodka en una taberna, me levanté para irme a casa y me encontré en el suelo.
Ahora había bebido sólo una taza de té y al levantarme...
Me levanté
Floté. Mis pies no tocaban el suelo. Descansaban en el aire, un aire sólido, compuesto de luces rojas y sombras negras. Mis miembros temblaban por algo más fuerte que el vodka. Unos diminutos alfileres se clavaban en mi cuerpo. Me balanceé en el aire.
—Yo...
—No se vaya todavía—su voz no parecía haber notado mi postura. Pero sí su sonrisa. Bien, lo había comprendido—. No se vaya aún—repitió Lisa Lorini—. Tengo tan pocos invitados... Y usted vendrá conmigo esta noche.
—¿Ir con usted?
—Si... salgo.
—¿A una fiesta?
Con su labio superior retorcido, debía darse cuenta del sitio donde yo me hallaba suspendido. Su sonrisa se ensanchó.
—Sí, así puede llamarse. Lo necesito a usted por cuestión ~de etiqueta
¡La etiqueta de una bruja! ¡Belcebú y Emily Post! Yo estaba rematadamente loco. Flotaba en el aire y hablando de etiqueta.
—Yo tengo que obedecer ciertos reglamentos —continuó explicándome Lisa Lorini—. Lo mismo que ustedes, al acudir a una cena, no pueden ser trece. Pues bien, al acudir yo a una saturnal tenemos que ser trece. Una reunión complete. De lo contrario, a «él» no le gustaría.
—¿Él?
—Satán Merkatrig—volvió a sonreír. Aquella sonrisa comenzaba a angustiarme, como preparándome para... como un convicto atado a un poste, esperando el próximo latigazo.
—Y usted esta noche tiene que acompañarme a la saturnal—añadió Lisa Lorini.
—¿Una saturnal de brujas?
—Exactamente. En la montaña. Tenemos que viajar bastante, de modo que prepárese.
—No iré.
Sí, un chiquillo de tres años negándose a irse a la coma cuando se lo mandan sus padres. Sabía que mi negativa no iba a servirme de nada, flotando en el aire Lo supe cuando la miré a los ojos. Pero no subrayó su idea con ninguna carcajada.
Yo aprendía de prisa. Una hora atrás era un loco. Ahora, aquella sonrisa me oprimía el corazón. Brujería, magia negra, antiguos temores en una habitación negra y rojiza. Todo era real; tan real como los miles que habían muerto en medio de las llamas para expiar su maldad, en una Edad en que los hombres eran bastante sabios como para temer a la blasfemia del hombre ante las leyes de Dios y la Naturaleza.
—Usted irá. Maggit le preparará.
Apareció Maggit. No había puerta, por lo que no sé cómo entró. Ni sé exactamente como era Maggit. Maggit era pequeña y velluda, como una comadreja con manos humanas, muy diminuta, y una cara. No era una cara humana, aunque Maggit tenia ojos, orejas, boca y nariz. Pero la maldad de su cara trascendía a humanidad, la maldad, que se asomaba desde detrás de una diminuta capucha de pelo de animal, y sonreía con una sabiduría que no poseen ni los hombres ni los animales.
Maggit sé arrastró por el suelo y pregunto con una voz aflautada que me asombró más que todo lo demás:
—¿Ama Lisa?
Maggit era..., ¿cómo se dice?..., la familiar de la bruja. El animalito que el Diablo le entrega a una bruja, cuando se firma en la Biblia Negra de Satanás el pacto. La pequeña malvada, el espíritu familiar, servidor de Satanás.
Claro que estas cosas no existen, salvo en las leyes y los escritos de todas las naciones civilizadas de hace miles de años. Tales cosas no pueden existir.
Por lo tanto, era una imaginación mía que aquella cosa se arrastrase hasta el cuerpo flotante, que era el mío, incapaz de mover una solo mano contra aquella otra, velluda, que me estremecía la carne hasta los huesos. Fue una alucinación que sus diminutas zarpas empezasen a frotarse el pecho y la garganta con un ungüento amarillo que Lisa Lorini le dio de un tarro que había sobre la mesa. Era una leyenda aquella risita y aquel restregón del ungüento sobre mis piernas y brazos. Era una pesadilla aquella cosa encaramada en mi hombro, parloteándome al oído, y destilando en el mismo una increíble vileza mientras se contorneaba con voluptuosidad.
—El ungüento para el vuelo —la voz de Lisa Lorini me llegó a través de una candente ola que me hizo temblar—. Ahora, vámonos.
Apenas noté su desnudez. El cabello negro, flotante, la cubría como una capa.
O una mortaja. Una mortaja que vestía por la hechicería muerta tantos años ya. Sus nudosas manos frotaron una pasta amarilla sobre sus miembros. Su cuerpo ascendió flotando, para reunirse con el mio.
—¿Sin escobas?—bromeé histéricamente.
De una popular revista recordaba un articulo sobre «las ilusiones del vuelo» Un ungüento hechicero, restregado sobre los miembros para producir la ilusión del vuelo a través del espacio. La fantasía popular había transformado el ungüento en escobas. Pero la pasta era real. Drogas poderosas. Acónito, belladona y otras. Daban lugar a alucinaciones. Cualquier farmacéutico sabe prepararlas. Esta noche podéis ir a vuestra farmacia del barrio y...
Tenía que suspender tanta necedad.
Pero no podía.
—Cójase de mi mano. —La obedecí. Toqué dos cables eléctricos. Unos calambres muy raros me recorrieron el cuerpo. Nos estábamos elevando. ¿Había una puerta? Flotamos al exterior. Tinieblas. Noche. Vuelo. Ella me sujetaba.
Supermán, el tipo de las revistas infantiles. ¡Basta de histeria! Arriba hacia la oscuridad, con el cuerpo desnudo de la bruja, encorvado y blanco como los cuernos marfileños de una media luna.
La casita abajo. La casita de las brujas.
—Quiero vivir en una caso al lado de la carretera y...
Si, muy divertido, muy gracioso.
¿Cómo es el final? Ah, sí:
—Y ser un enemigo del hombre.
Otra vez la histeria. ¿Pero quién no se pondría histérico, flotando en el aire como una bruja en sábado? Y Maggit, parloteando incesantemente mientras se balanceaba sobre su hombro, con sus diminutas zarpas engarfiadas en el pelo negro de la bruja.
Entonces, descendimos. Me sujeté. La sensación ardiente ya había desaparecido. Soplaba el viento. Abajo, la ciudad parpadeaba. Las ciudades siempre parpadean. Pequeñas luces, que han de servir para ahuyentar las tinieblas nocturnas. Las tinieblas donde los lobos aúllan y las lechuzas sollozan; las tinieblas donde la muerte planea, y las cosas que no están muertas. Luces para guardar, luces para ocultar el temor. Y nosotros, arriba, volando a través de todos los terrores, hacia las negras profundidades.
No sé cuánto duró aquel vuelo. No sé cuándo descendimos. Era una montaña oscura, muy grande, y un fuego brillaba en su cumbre. Había unas figuras acurrucadas, blancas contra el costado de la montaña, negras contra el llameante fuego. Una horda de peludas criaturas estaba diseminada a los pies de las brujas. Había ocho, nueve, diez... no: once.
Más Lisa Lorini y yo.
Trece en el pacto. Trece... y el sacrificio.
Ni miré sus rostros. No eran para ser mirados, sino para ser «temidos». La cara de Lisa Lorini estaba como enmascarada por la exaltación. Era ella la que tenía que preparar el sacrificio. La cabra negra fue conducida a una roca ante el fuego. Una de sus colegas le entregó el cuchillo. Una tercera sostenía el caldero. Y cuando estuvo lleno, todos bebimos. Sí, he dicho «todos».
Aquel ungüento quemaba. Incluso mis pies me sostenían como en una ardiente telaraña. No podía correr, no podía moverme del círculo de luz. Y cuando el tambor empezó a sonar, me uní al corro. Las criaturas estaban golpeando el caldero vacío, y su charla era como un siniestro murmullo a mi alrededor.
—Lisa ha traído un acólito—silbó una de las brujas.
—En lugar de Meg, que no ha podido venir explicó Lisa Lorini.
Fueron las últimas palabras inteligibles que oí, las últimas que logré retener.
Porque el pandemónium subió de punto y el fuego también , y comenzó la asamblea, el vudú, el alboroto, ¿por qué estos términos tan prosaicos? Estaban invocando a alguien.
Y alguien llegó.
Sin llamas. Sin relámpagos. Sin teatralidades. Todo fue hecho por las brujas. En realidad, Nada. Sólo unas salvajes adorando a su ídolo.
Era puro negocio. Él surgió detrás de una roca, llevando un gran libro bajo el brazo, como un banquero que se dedica a repasar unos balances.
Pero los banqueros no son... negros. No era negroide, en absoluto... sino negro. Incluso el blanco de sus ojos, y las uñas. Una sombra negra, una sombra que cojeaba. No sé si llevaba manta o no.
Todas callaron cuando él penetró en el círculo. Abrió su libro y lo rodearon. Su murmullo se elevó en la noche. Yo me acurruqué junta a una piedra.
Lisa Lorini empezó a hablarle, señalándome. Él no volvió la cabeza, pero estuvo enterado de mi presencia. No sonrió, ni asintió ni realizó el menor movimiento. Pero yo «sentí» todo esto. Dio unas órdenes. Escuchó varios informes.
Era una reunión de negocios. Satanás y compañía, teniendo una asamblea en lo alto de una montaña. Las almas eran objeto de tráfico, y las proezas eran anotadas. Y el hombre negro escribía en el libro, en tanto las brujas charlaban, y yo estaba agazapado, temblando; mientras aquellas criaturas peludas se escurrían por mis tobillos. No debía temblar, ya que las acciones del hombre negro eran muy prosaicas. Prosaicas como... el infierno.
Y entonces ocurrió. Las blancas figuras descendieron desde el cielo. Y una cayó al suelo. Hubo un grito.
—¡Meg! ¡Meg... has venido!
Meg, la bruja que faltaba.
Todas se giraron, cuando ella avanzó.
Entonces habló el hombre negro. No intentaré describir el sonido de su voz. Había en su acento algo primitivo y volcánico. Edad y profundidad, mezcladas conjuntamente, como si el habla humana no pudiese expresar los conceptos demoniacos.
—Hay catorce en este pacto...
No era yo solo el que ahora temblaba. Todas lo hacían. Como figuritas de mantequilla al fuego. La voz era la culpable.
Lisa Lorini dio media vuelta. Me arrastró hacia el círculo antes de que yo pudiese resistirme.
—Yo... creí que Meg no...
—Hay catorce. «Catorce».
La voz era sólo una insinuación. Insinuaba la cólera.
—Pero...
—Hay una Ley. Y un Castigo.
La voz subrayó las palabras.
—Piedad...
A él no hay que suplicarle piedad.
Vi lo que ocurrió. Vi cómo la negra mano se aferraba a la garganta de Lisa Lorini. La bruja cayó al suelo, rodó sobre si un instante se quedó exánime.
Los negros ojos, las pupilas negras se volvieron hacia mi.
—Debe de haber trece. Es la Ley. Firma y ocupa su lugar —¿Yo?
A él no se le puede replicar.
Alguien sostenía el caldero. Otra bruja guió mi mano y abrió el libro que él le entregó.
Sentí la escurridiza y peluda forma de Maggit sobre mi pecho. Me estaba mordisqueando el vello. Y la piel. Una gota de sangre cayó en el caldero. Un palo la removió. Me colocaron el palo en la mano.
—Firma—me ordenó el hombre negro.
No le desobedecí. Es imposible al oír su voz.
Mis dedos se movieron. Firmé.
Y entonces su mano, su negra mano, asió la mía. Sentí un estremecimiento y una oleada de fuego, y el susurro del viento, negro, muy negro en mi interior.
Algo yacía ahora en el suelo, pero no era Lisa Lorini. Miré el cuerpo porque me pareció familiar. Era mi propio cuerpo.
El hombre negro decía algo, pero el zumbido de su voz no llegaba claramente a mis oídos. El circulo que me rodeaba no existía para mí.
—Yo te desbautizo en el nombre de...
Maggit me apartó. Me susurró:
—Vuela.
No la escuché. El viaje de regreso fue instintivo... con el instinto nacido en otro cuerpo, en otro cerebro.
Dormí en la casa, dormí en la oscuridad, dormí con la convicción de que al despertar la pesadilla habría terminado.
Me desperté.
Me miré en el espejo.
Vi a Lisa Lorini, con mis ojos... escrutándome desde su cuerpo.
Maggit parloteó a mis pies.
Esto fue hace una semana. Desde entonces he aprendido a escuchar a Maggit. Maggit me cuenta cosas.
Maggit me enseñó los libros y las hierbas. Maggit me ha contado cómo he de hacer los filtros y cómo impedir que envejezca mi cuerpo. Maggit me ha explicado cómo hacer el té, y cómo mezclar la pasta. Maggit dice que esta noche hay otra asamblea en la montaña.
Claro está, recuerdo lo demás. Sé que he firmado el libro y he ocupado el lugar de Lisa Lorini, y sé que no puedo zafarme de ella. A menos que emplee el método de ella. Que vaya a la asamblea, pero que antes alegue una cuestión de etiqueta y me haga acompañar.
Es la única solución.
Hoy, al cabo de una semana , deben estar buscándome. El departamento del censo debe haber enviado a otro agente a cubrir mi ruta. Seguramente será Herb Jackson. Estará en este distrito. Sí, Herb Jackson seguramente llamará esta tarde a mi puerta, y pedirá entrar para hacerle a Lisa Lorini unas preguntas para el empadronamiento.
Cuando llegue, he de estar preparado.
Creo que tendré bastante trabajo confeccionando el té.
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